El hambre es uno de los grandes retos no resueltos por la humanidad. El hambre y la desnutrición forman un círculo vicioso que con frecuencia pasa de una generación a otra, pues hijos de padres de bajos recursos a menudo nacen con bajo peso, son menos resistentes a enfermedades y se desarrollan en condiciones de salud desfavorables que, como la anemia, les impiden desarrollar toda su capacidad intelectual a lo largo de sus vidas. Trabajo informal, pobreza, guerras, conflictos sociales, mujeres sin derechos reproductivos y programas de salud y nutrición sin recursos o mal gestionados constituyen las variables de esa compleja e injusta ecuación llamada hambre.

La pandemia ha llevado al límite a millones de personas que ya estaban frente a contextos de violencia, cambio climático, precariedad laboral y un sistema alimentario que ha empobrecido a millones de productores de alimentos, según la ONG Oxfam. En una nota informativa –El virus del hambre: cómo el coronavirus está agravando el hambre en un mundo hambriento– la institución resalta la era de extrema desigualdad que estamos viviendo: casi la mitad de la humanidad apenas sobrevive con menos de US$5.50 diarios. Los más pobres son los que se ven afectados por el aumento del precio de los alimentos, pues el porcentaje que este gasto supone sobre sus ingresos totales es mayor y llega a ser más de la mitad de su ingreso en muchos casos.

El derecho a la alimentación es un derecho humano fundamental reconocido por varios tratados internacionales, y además es el objetivo de desarrollo sostenible número 2 (ODS 2). Los ODS son 17 objetivos, a los que el Perú se ha comprometido, diseñados para cerrar brechas que constituyan un real aumento de la calidad y seguridad de las vidas de todos y todas, los cuales incluyen desaparecer la pobreza, el hambre, la falta de agua potable, energía o educación, entre otros.

“El derecho a tener acceso, de manera regular, permanente y libre, sea directamente, sea mediante compra por dinero, a una alimentación cuantitativa y cualitativamente adecuada y suficiente, que corresponda a las tradiciones culturales de la población a la que pertenece el consumidor y garantice una vida psíquica y física, individual y colectiva, libre de angustias, satisfactoria y digna.” (Olivier De Schutter, relator especial de las Naciones Unidas sobre el derecho a la alimentación (2008-2014)

Tomemos como referencia el Índice Global del Hambre (GHI), un medio para monitorear si los países están logrando los ODS relacionados con el hambre. El GHI incluye tres indicadores a partes iguales: la proporción de personas con deficiencia de energía alimentaria (según datos de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura-FAO), la prevalencia de bajo peso en niños menores de cinco años (de acuerdo con la Organización Mundial de la Salud-OMS) y la tasa de mortalidad de niños menores de cinco años (según Unicef). Los países están clasificados en una escala de 100 puntos.

Las proyecciones actuales de GHI indican que el mundo en su conjunto, y 47 países en particular, no lograrán un nivel bajo de hambre para el 2030. Conflictos, cambio climático y pandemia de COVID-19 son las tres mayores amenazas para el aumento del hambre. Los conflictos no muestran signos de disminuir, y la guerra de Ucrania es el claro ejemplo de cómo los conflictos violentos afectan directamente a la seguridad alimentaria. Por otro lado, las consecuencias del cambio climático son cada vez más evidentes y costosas para la agricultura y la ganadería. Y la pandemia de COVID-19 ha mostrado la vulnerabilidad de nuestros sistemas de salud y sus consecuencias económicas.

El diagnóstico del IGH para el Perú en el 2020 ha sido desfavorable. El IGH nacional del 2020 se situó en 17 puntos, lo que significó un retroceso de más de seis años. Lambayeque, Ica, San Martín, Tacna y Moquegua son los departamentos con menor incidencia del hambre, todos ellos agroexportadores.

Además de los tratados internacionales, nuestra ley 31315 de Seguridad Alimentaria y Salud, y el Tribunal Constitucional reconocen que el acceso a la alimentación adecuada es una obligación del Estado para quienes no tienen la posibilidad de conseguirla por sus propios medios. No podemos por tanto rehuir la responsabilidad sobre el deterioro de la cantidad y calidad de la alimentación a la que acceden los peruanos, y dar la espalda al retroceso en indicadores fundamentales para nuestro futuro como la anemia infantil y de las madres gestantes, y la obesidad y sobrepeso de una enorme parte de la población.

Quisiera detenerme en el concepto de alimentación adecuada, pues no se trata de regalar canastas con alimentos envasados a comedores populares y ollas comunes. Estas redes de atención alimentaria básica son absolutamente fundamentales para realizar el trabajo que, en realidad, debería ser diseñado, coordinado y ejecutado desde el Estado y los gobiernos locales. Pero ya que deben reemplazar a las autoridades por su ausencia o desidia, al menos debemos suministrarles ingredientes dignos y saludables, donde se incluyan alimentos frescos. Según el Ministerio de Salud, solo el 11.3% de la población peruana mayor de 15 años consume la cantidad de frutas y verduras que recomienda la Organización Mundial de la Salud, y nuestras tasas de obesidad tanto infantil como adulta, han aumentado durante la pandemia. Además, el aumento de los precios de los alimentos frescos ha empujado a las familias a consumir menos cantidad de proteínas, vegetales y frutas. Y respecto a nuestros niños menores de tres años, seguimos en tasas del 40% de anemia.

Para garantizar esa alimentación adecuada es necesaria también el agua potable. Tan solo el 23% de las 103 municipalidades supervisadas por la Defensoría del Pueblo, en su encuesta del 2020, ejecutaban acciones para garantizar agua segura a sus ollas. Ya durante la CADE 2018, la directora del Programa Mundial de Alimentos de la ONU, Tania Goosens, precisaba que el 50% de la causa de anemia en el Perú es precisamente la falta de agua limpia, pues el agua contaminada tiene parásitos, los cuales se alimentan de los nutrientes del cuerpo, entre ellos el hierro.

Finalmente, nos queda la asignatura pendiente de la racionalización de los recursos alimentarios, ya que la FAO estimó que de todos los alimentos producidos en el mundo en 2019, cerca del 14 % se perdieron entre la cosecha y la venta minorista, en tanto que el 17 % del total se desperdició (11% en los hogares, 5% en los servicios de comidas y 2% en el comercio al por menor). En el caso del Perú, el Food Waste Index 2021 estimó que en cada hogar peruano se han desechado 72 kg de alimentos en un año.

El Perú, caso de éxito en toda Latinoamérica en la disminución de la pobreza durante las últimas dos décadas, modelo de crecimiento agroexportador y capital gastronómica de América, no puede ni debe permitirse pasar hambre.


Foto: Inter Press Service